Nicosia, la última capital dividida

Publicado en YO DONA

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». El obispo se dirige con paso solemne al trono desde donde oficiará el funeral. Maria Tsiaklis se santigua como manda la tradición ortodoxa. Una, dos, tres veces. Delante del altar hay dos pequeños ataúdes. Están envueltos por dos banderas: se distinguen fácilmente el azul y el blanco de la griega y el blanco y el cobre de la chipriota. Contienen los restos de sus abuelos, dos de los 1.464 grecochipriotas desaparecidos durante la invasión militar turca de Chipre, en 1974. Una luz deslumbrante rebosa por las ventanas de la iglesia, mientras, afuera, un calor intenso exprime las flores de azahar e inunda con su olor dulzón las calles de Nicosia, la última capital dividida del mundo.

En 1963 el general británico Peter Young trazó una línea verde en el mapa de Nicosia, desde un extremo hasta el otro. Su objetivo era frenar los enfrentamientos entre los grecochipriotas (un 80% de la población) y los turcochipriotas, que en un mes habían causado más de un centenar de muertos. Los enfrentamientos étnicos, alentados por los ingleses durante su dominio colonial, duraron otros once años, hasta que en julio del 74 Turquía respondió a un intento de golpe de estado promovido por Grecia con una invasión militar de la isla. Al final de ese verano unas 180.000 personas, un tercio de la población griega de Chipre, tuvieron que abandonar sus hogares y trasladarse el sur. Al mismo tiempo, unos 40.000 turcochipriotas pasaron al norte ocupado. El conflicto acabó con más de 4.000 muertos, mientras que el destino de otros 494 turcochipriotas y 1.464 grecochipriotas seguiría muchos años en la oscuridad. Oficialmente, son desaparecidos. La delgada línea que trazó Young se amplió a toda la isla y se transformó en una frontera de unos 180 km que desde hace 48 años divide la capital entre la turcochipriota Lefkoşa, al norte, y la grecochipriota Lefkosia, al sur. Una herida todavía abierta en la República de Chipre, que el próximo 1 de julio asumirá por primera vez la presidencia rotatoria del Consejo de la Unión Europea.

La parte vieja de la ciudad es un laberinto de cafeterías, comercios y jardines de palmeras. Solo los muros rodeados de alambre de púas que interrumpen bruscamente las callejuelas recuerdan que esos pocos kilómetros cuadrados son una de las fronteras más militarizadas del mundo. 12.000 soldados de la Guardia Nacional grecochipriota, encastados en garitas destartaladas, controlan la parte sur de la frontera. Enfrente, más de 40.000 militares del contingente turco hacen lo propio con la frontera norte: vigilan la autoproclamada República Turca de Chipre del Norte (RTCN), reconocida a nivel internacional sólo por Turquía.

En medio, vigilada celosamente por ambos ejércitos, se extiende una estrecha lengua de caminos rotos y casas derruidas. Una tierra de nadie donde solo el color de los Cascos Azules interrumpe el ocre de las paredes desteñidas. El acceso a esta Zona Muerta es, de hecho, responsabilidad exclusiva de las fuerzas de la misión UNFICYP, un millar de soldados desplegados por la ONU en la línea de alto el fuego desde hace 48 años.

Las fronteras estuvieron selladas hasta el 2003, cuando la RTCN abrió el primer puesto fronterizo. En los últimos años se han abierto seis más en toda la isla. Sin embargo, un tercio de la población de ambos lados no ha cruzado nunca la frontera, y la mayoría de los que sí lo han hecho, solo una o dos veces.

“Finalmente Dios misericordioso ha dado la oportunidad a vuestros nietos, 37 años después, de estar presentes en vuestro funeral”. Maria, de pie en el altar, lee con voz entrecortada una carta que ha escrito para despedirse de sus abuelos. La última vez que alguien los vio juró que estaban tirados en el suelo de su casa, uno encima del otro. Muertos. Su paradero fue incierto hasta diciembre de 2011, cuando un miembro del Comité de Personas Desaparecidas en Chipre (CMP) la llamó para decirle que habían encontrado unos huesos en una fosa común que probablemente pertenecían a sus abuelos. Solo faltaba ponerles un nombre.

El CMP está formado por representantes de ambas comunidades y por un miembro de la ONU. Establecido el 1981, no comenzó a funcionar hasta el 2007. Durante esos años, las autoridades grecochipriotas fomentaron la idea de que muchos desaparecidos estaban vivos en algunas cárceles de Anatolia, para hacer creer que la guerra con Turquía no había terminado aún. Las turcochipriotas, en cambio, daban por muertos a los que no habían regresado y los consideraban mártires de la patria. De ello se desprendía la idea de que la única manera de que esto no volviese a pasar era mantener la división de la isla. El CMP actualmente coordina todas las fases del proceso: la exhumación, la identificación, el análisis de ADN y la restitución de los cuerpos a los familiares. En ningún caso reconstruye las causas de la muerte ni su autoría. Hasta la fecha ha logrado restablecer la identidad a los restos de 316 personas, 255 grecochipriotas y 61 turcochipriotas, que ya han sido devueltos a sus familias.

En las salas del Laboratorio de Antropología Forense del CMP, sobre unas grandes mesas, hay ordenados fémures, dientes, costillas. Aquí Maria reconoció entre los montones de huesos la cadena de oro de su abuelo y los zapatos de su abuela.»Es como montar un rompecabezas del cual no tenemos la imagen», dice Engin Istenc, la coordinadora turcochipriota del laboratorio. Una vez reconstruido el esqueleto, se recoge un fragmento del hueso y se procede al análisis de ADN. «La parte más difícil es recibir la información con el nombre de la persona», dice la antropóloga grecochipriota Maristalla Kyrkintri. «En ese momento los huesos que estás manejando se convierten en un individuo». Ella también tiene un tío desaparecido y no quiere ni pensar cómo se sentiría al descubrir que los huesos con los que trabaja son suyos: «Creo que los trataría como si fueran otro de los muchos casos que tratamos. A fin de cuentas, la parte más difícil seguiría siendo darles un nombre».

Para muchas familias la muerte de un hermano, un padre, un abuelo desaparecidos es un trauma. Para ayudarlas a superar el duelo, un equipo de psicólogas del CMP se encarga de prepararlas para el momento del reconocimiento. “Muchas esposas siguen cocinando todos los días el plato favorito de su marido. Por si vuelve», explica Ziliha Uluboy, una de las psicólogas turcochipriotas. «Cuando no puedes enterrar a tus muertos, la herida sigue abierta», explica Liza Zambas, su colega grecochipriota. «Muchas madres han mantenido intacta la habitación de su hijo. No es fácil para ellas cambiar de la noche al día». Y concluye: «Ambos han sufrido la misma tragedia y la única manera de superarlo es compartirlo».

Hace dos años, durante una cena entre el enviado especial de la ONU Alexander Downer, el presidente grecochipriota Christofias y el líder turcochipriota Eroglu, las esposas de los dos políticos descubrieron que ambas tenían un hermano desaparecido. El episodio fue visto como una esperanza para la reconciliación. “El problema de los desaparecidos es el único en el que las dos comunidades están de acuerdo», dice Oleg Egorov, de la Comisión de la ONU para Chipre. «En los otros asuntos la desconfianza mutua es enorme, pero en esto se unen porque quieren, no porque alguien les obligue. De todas maneras -concluye Egorov- compartir el dolor es importante, pero no suficiente».

Las negociaciones entre los representantes de ambas partes han sido constantes. Y constantemente han fracasado. Como en 2004, cuando la mayoría de los grecochipriotas votaron ‘no’ en el referéndum del Plan Annan, la propuesta de creación de una república federal bi-comunal y bi-zonal. El 65% de los turcochipriotas habían votado positivamente, pero era necesario que ambas comunidades lo aprobaran.

Hay tres principales escollos en los que siempre han chocado. El primero es el estatus de los inmigrantes anatolios que han emigrado, bajo el auspicio de Turquía, a la parte norte de la isla en los últimos 40 años. El segundo, la restitución de las propiedades que la gente tenía al otro lado de la frontera, antes de ser desplazados. Y, finalmente, la presencia militar en la isla.

“En las negociaciones el aspecto humanitario no está nunca en la agenda. No piensan en el dolor que ha sufrido la gente”, asegura Sevgul Uludag. Esta periodista en los últimos 10 años se ha empeñado en quebrar el tabú del tema de los desaparecidos. Ha sido amenazada de muerte varias veces, sobre todo por exponentes de su comunidad, la turcochipriota. Sin embargo, ha dado voz a las historias de los familiares, de los sucesos y de las masacres. En 2006 recopiló sus investigaciones en el libro Ostras con perlas perdidas, publicado en turco, griego e inglés. “Ha sido un shock enorme para nuestras comunidades descubrir que ambas tenían desaparecidos. Tendían al victimismo, a llorar solo por el dolor propio. En cambio, yo he intentado que las dos supieran, en la mente y en el corazón, que nosotros también hemos cometido crímenes. Y esto ha causado un terremoto”. Y concluye: “Quiero mostrar que el dolor nos une para construir un futuro común”.

“Rezamos por las almas de nuestros difuntos”. El sol cae en picado sobre el pequeño cementerio. La familia de Maria Tsaklis está apiñada alrededor de la fosa cavada por los enterradores. Ella, al lado del cura, repite las últimas oraciones. Están colocando los ataúdes en la tumba, la misma de su padre. Una primera palada de tierra. Una segunda. Después todas las otras. Una lápida de granito cierra la tumba. Arriba, dos fotos en blanco y negro. “Mis abuelos se llamaban Mijail y Maria”.

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